One of the most beautiful memories of my childhood was the beach, I think it is the most shocking I have ever had because of the things I did that I never repeated after I was thirty. When I was eight years old, my parents and uncles planned a trip to the shores of the Gulf of Venezuela, specifically to the San Carlos Island Peninsula.

My father said that was the favorite place of my grandmother, who had recently passed away, and that is where she met my grandfather and they were married near the shores of Lake Maracaibo. Since I was a child, I already had an almost complete notion of romanticism, and I perceived the story of my grandparents as a fairy tale.

The sea has always seemed to me marvelous as well as frightening, and when we embarked on that journey through those places, my heart could not stop racing with excitement. I ate seafood and saw live squid floating near the surface. I traveled by boat and ran with my cousins on the shores of an islet with sand as white as clouds, feeling an overpowering sense of relaxation and freedom on my shoulders.

My fear of the sea turned into admiration, making this phenomenon even bigger with the imagination of an eight-year-old, although I knew it was not going to be forever, I wanted that week to be as long-lasting as possible in terms of experiences and good times.

My family rented a house located just above the shores of the beach. The landlady's name was Helena and she was a kind woman in her forties. She had tanned skin and honey-colored eyes, and I remember that she always smiled accompanied by beautiful words full of cordiality.

The house was huge, but it had no beds, so we all slept in hammocks. I would wake up before the sun came up, as the morning dawn was forming in the distance, admiring everything until my eyes fell on something else that caught my attention.

Down on the beach, standing like a statue and letting her feet be washed by the waves, was Helena gazing at the horizon. Only her silhouette was visible and her hair waved to one side. Nothing seemed to disturb her. What she was doing caught my attention, so I decided to approach her. She noticed my presence and turned to look at me; her eyes were bathed in tears, and then she quickly rubbed them with her hands and looked at me again with that smile that characterized her.

"Good morning, boy, you woke up early," she said to me, I smiled at her before answering.

"It's just that I wanted to see the sun rise over the horizon," I replied. "Why were you crying?" I couldn't help myself and asked her.

"Oh boy, there's a lot of salty environment here, it's normal for a little bit to get into your eye sockets and make you cry," she asserted, at that moment I didn't see it as an excuse, on the contrary, I believed every word of what she said.

"Have you ever seen a starfish?" She asked me.

"No, but I would like to see one," I replied excitedly.

"Well, you're in luck, because there's a reef nearby where there are several of them, come and I'll show you."

My eyes sparkled in an instant and I accompanied Mrs. Helena to the small reef near the shore. When we arrived, she pointed her finger to a spot and asked me to wait a little longer.

"When the morning sun is higher, its rays will accurately reflect the top of that surface and you will be able to see the starfish with such clarity as if you were looking through a mirror." He explained as he looked straight at the sun.

"Can I have one?" I asked.

"Sure, but if you are only going to make a wish, then you must return it to the water."

"A wish?" I expressed with a wrinkled face.

"Sure! Do you think shooting stars in the sky are the only ones that give wishes?"

"You're lying to me!" I exclaimed laughing.

"Of course not, go ahead and make a wish on the starfish and you'll see how it will come true sooner or later."

So I did, when the sunset was at its best and the rays created a clear mirror on the water, I saw several starfish resting so clearly and calmly on the reef.

I grasped one firmly in my hands; it felt so strange and rough. I closed my eyes, made my wish, and then released it back into the water.

"Had you ever wished on starfish before?" I asked Ms. Helena.

"Every day I do, my boy."

"And have they fulfilled your wish?"

"Of course they have, they always do!" That's why I have great faith that your wish will also come true," she said enthusiastically as she rubbed my hair.

I returned to my family with a smile stamped on my face. A few hours later, we returned by boat to the islet a few minutes offshore. During the trip, I heard the boatman talking to my father about Mrs. Helena. He said that every morning, when her son went out to sea to fish, she would stand on the beach looking at the horizon with fear, picking up starfish to ask them, almost in tears, to bring her son back safe and sound.

Uno de mis recuerdos más hermosos de mi niñez fue la playa, creo que es el más impactante que he tenido por las cosas que hice y que no volví a repetir ya después de los treinta. Cuando tenía ocho años, mis padres y mis tíos planificaron un viaje a las costas del Golfo de Venezuela, específicamente a la Península de la Isla de San Carlos.

Mi padre decía que ese era el lugar favorito de mi abuela, quien recientemente había fallecido para ese entonces, y que allí conoció a mi abuelo y se casaron cerca de la costa del Lago de Maracaibo. Desde niño, ya tenía una noción casi completa del romanticismo, y aquella historia de mis abuelos la percibí como un cuento de hadas.

El mar siempre me ha parecido maravilloso a la vez que temible, y cuando emprendimos ese viaje por esos lugares, mi corazón no podía dejar de acelerarse por la emoción. Comí mariscos y vi calamares vivos flotando cerca de la superficie. Viajé en lancha y corrí con mis primos sobre las orillas de un islote con la arena tan blanca como las nubes, sintiendo una imperante sensación de relajación y libertad sobre mis hombros.

Mi temor por el mar se convirtió en admiración, haciendo a este fenómeno aún más grande con la imaginación de un niño de ocho años, aunque sabía que no iba a ser para siempre, quería que esa semana fuese lo más duradera posible en cuanto a experiencias y buenos momentos.

Mi familia alquiló una casa situada justo encima de las orillas de la playa. La casera se llamaba Helena y era una mujer amable de cuarenta y tantos años de edad. Tenía la piel tostada y los ojos color miel, recuerdo que siempre sonreía acompañada de unas hermosas palabras llenas de cordialidad.

La casa era enorme, pero no tenía camas, así que todos dormíamos en hamacas. Yo despertaba antes de que saliera el sol, cuando el alba de la mañana se configurase sobre la lejanía, admirándolo todo hasta que mis ojos se posaron en algo más que llamó mi atención.

Abajo en la playa, parada como estatua y dejando que sus pies sean bañados por las olas, se hallaba Helena mirando al horizonte. Solo se veía su silueta y su cabello ondeándose hacia un lado. Nada parecía perturbarla. Me llamó la atención lo que hacía, así que decidí acercármele. Ella notó mi presencia y volteó a verme; sus ojos estaban bañados en lágrimas, luego rápidamente se los frotó con sus manos y me observó de nuevo con aquella sonrisa que la caracterizaba.

“Buenos días, muchacho, te despertaste temprano,” me dijo, yo le sonreí antes de responderle.

“Es que quería ver el sol salir por el horizonte,” le contesté. “¿Por qué usted estaba llorando?” No pude evitarlo y le pregunté.

“Ay, muchacho, aquí hay mucho ambiente salino, es normal que se te meta un poco en las cuencas de los ojos y te haga llorar,” aseveró, en ese momento no lo vi como una excusa, al contrario, creí cada palabra de lo que dijo.

“¿Has visto alguna vez una estrella de mar?” Me preguntó.

“No, pero me gustaría ver una.” Le respondí emocionado.

“Pues estás de suerte, porque aquí cerquita hay un arrecife donde hay varias de ellas, vente que te enseño.”

Mis ojos brillaron en un instante y acompañé a la señora Helena al pequeño arrecife cercano a la orilla. Al llegar, señaló con el dedo hacia un punto y me pidió que esperáramos un poco más.

“Cuando el sol de la mañana esté más alto, sus rayos reflectarán con precisión la parte alta de esa superficie y se podrán ver las estrellas de mar con tal claridad, como si estuvieses viendo a través de un espejo.” Explicó mientras observaba directo al sol.

“¿Puedo tomar una?” Le pregunté.

“Claro, pero si solamente vas a pedir un deseo, luego debes regresarla al agua.”

“¿Un deseo?” Expresé con el rostro arrugado.

“¡Claro! ¿Crees que las estrellas fugaces del cielo son las únicas que dan deseos?”

“¡Usted está mintiéndome!” Exclamé riendo.

“Por supuesto que no, adelante, pídele un deseo a la estrella de mar y verás cómo se cumplirá tarde o temprano.”

Así lo hice, cuando el sol se colocó en su mejor punto y los rayos crearon un espejo claro sobre el agua, vi varias estrellas de mar que se posaban tan claras y tranquilas sobre el arrecife.

Tomé una firmemente con mis manos; se sentía tan extraña y áspera. Cerré los ojos, pedí mi deseo y luego la solté de nuevo al agua.

“¿Usted ya había pedido deseos a las estrellas de mar?” Le pregunté a la señora Helena.

“Todos los días lo hago, muchacho.”

“¿Y han cumplido su deseo?”

“¡Claro que sí, siempre lo hacen!, por eso tengo mucha fe de que tu deseo también se cumplirá,” dijo con entusiasmo mientras me frotaba el cabello.

Volví con mi familia con una sonrisa estampada en mi rostro. Unas horas después, retornamos en lancha hacia el islote que quedaba a unos minutos de la costa. Durante el trayecto, escuché que el lanchero platicaba con mi padre sobre la señora Helena. Decía que ella, cada mañana, cuando su hijo salía a altamar a pescar, ella se quedaba en la playa mirando al horizonte con temor, recogiendo estrellas de mar para pedirles casi llorando que le traigan sano y salvo a su hijo.

^{Enlace aquí}