Susurros imperceptibles. Chasquidos en las sombras. Suspiros que se desvanecen en los augurios nocturnos. Las aves no desafían al silencio y se alejan. Los ojos curiosos ausentes permanecen sumidos en los viajes oníricos. Intentan no invocar bajo la medianoche el conjuro clandestino que nos unió. Son ciegos, temerosos e incautos, pero muy en el fondo, poseen templanza; una gallardía con la que intentan penetrar nuestros muros secretos.

Mi orden fue maldecida hace mucho tiempo por los seguidores de la cruz. Nos ocultamos en el bosque y coincidimos con la luna. Desafiamos a la naturaleza para el bien de nuestra supervivencia. Olvidamos nuestro antiguo hogar y a nuestras familias, pues ahora nos hallábamos mascando los residuos que nos otorgaba el bosque. Vivíamos en la miseria, pero aprendimos a asimilarla. Nuestra condena era la enemiga; imparable y destructiva, que puso a nuestros vecinos en nuestra contra. Y como pudimos sobrevivimos, varios de nosotros sucumbimos y nuestra carne alimentó a los riachuelos y a las raíces. Lentamente perecíamos bajo los confines de este país cruel, hasta que ella apareció.

Entre la aniquilación de una nueva calamidad, una voz emergió del cielo y alzamos nuestras cabezas. El cielo se tornó verdoso, arropado por un aura transparente y blanca que ondulaba en un seductor andar. De su centro nació una esfera, cubierta de bruma y energías púrpuras, que descendió lentamente hasta ubicarse en medio de nosotros. Arrugados por el espanto, retrocedimos y cedimos el espacio a aquel extraordinario fenómeno, pero la voz se volvió a alzar; esta vez más suave, dulce y divina. Prometió que no nos lastimaría, ni en los días más ominosos. Ordenó que nos acercáramos y sintiéramos la calidez de su presencia. No volvimos a sentir miedo, era como caer en el reposo más apacible.

Pidió que suplicáramos su custodia, y embelesados por su figura e imagen, así lo hicimos. Nos habló en palabras formales, ideales para un pacto. Un tratado de sangre en el que todos superaríamos los horrores en que nos han hundido nuestros enemigos. Cerramos nuestros ojos y nos pusimos en contacto con el trance. Todo se oscureció, no quedaba nada más que aquella esfera hermosa. Evocamos palabras certeras, ofreciendo nuestras almas, nuestros ojos y nuestras voces.

No hubo dolor alguno, solo risas; carcajadas que iban en frecuencia y nos rodeaban, nos hacían sentir felices y luego reímos con ellas. Flaqueamos y cuando recuperamos el conocimiento, notamos que éramos diferentes. Nuestra piel adoptó un tono violáceo muy extraño. Las pupilas de nuestros ojos se apoderaron de ellos y luego se volvieron oscuras. De nuestro cuerpo brotaban espinas que se ubicaban en la espalda, la parte trasera de nuestros brazos y piernas, y la de nuestras nucas y oídos. El cabello desapareció por completo convirtiéndonos en nuevos seres lampiños. Nos impresionamos, pero luego nos reímos; con el mismo tono de frecuencia que escuchábamos anteriormente. Elaboramos nuestro altar en el centro del bosque y allí colocamos la esfera. Ella nos alimentaba, nos daba fuerzas inagotables, pero para mantenerla, debíamos darle sacrificios.

Transitábamos hacia los pueblos cercanos y secuestrábamos de noche a los niños, para luego entregar sus carnes jóvenes al fuego púrpura. Recitábamos palabras en un canto único de alabanza, y evocamos gritos de guerra contra aquellos que nos expulsaron de nuestros antiguos hogares.

Ya no queda más. El tiempo ha sido nuestro aliado. Recobramos la imponencia y la mejoramos. Ahora nosotros devorábamos el miedo de quienes nos hicieron daño. No miramos nunca atrás, continuamos bajo el abrigo de nuestra estrella. A dónde íbamos, el cielo se tornaba purpura y el terror reducía el corazón de nuestras víctimas. Fue así como tomamos el control en aquella región. Nadie podía detenernos, ni siquiera los ojos curiosos que nos observaban desde la luz.