Una pareja: estudio de personajes
Gente de Hive: Los que escribimos ficción (cuentos o novelas), muchas veces no tenemos una historia clara, pero sí un atisbo de los personajes que la protagonizarán. En ocasiones, todo llega a buen puerto y los personajes encuentran su historia; en otras ocasiones no sucede así, y los personajes quedan sueltos, sin una historia que los contenga y les dé sentido completo. Eso no quiere decir que el ejercicio de construirlos sea inútil; solo que todavía no es su momento.
Hoy quiero presentarles un ejercicio de construcción de personajes; aún ignoro para dónde va la historia, pero ahí están sus protagonistas, esperando que el tiempo defina si encontrarán existencia plena o no.
Espero que resulte de interés.
A veces Patricia tenía la impresión de haber sido siempre la esposa del profesor. En algún momento de su pasado soñó con ser actriz, una aspiración común entre las niñas de talante artístico, aunque nunca dio ni un paso en esa dirección. Sus padres tampoco lo habrían permitido, por supuesto, pero, siendo sinceros, ella nunca se atrevió a probar lo que durante un tiempo consideró su vocación.
Al contrario de otras compañeras de escuela con las que compartía la misma aspiración –y con las que llegó a formar algo así como un club de futuras estrellas de la pantalla–, sus modelos y maestras no eran las actrices mejicanas de las telenovelas, sino algunas figuras del cine norteamericano, Susan Sarandon, en primer lugar, y Meryl Streep, luego; aunque esta última le parecía fea y demasiado vieja. De Sarandon admiraba la ironía que parecía emanar de cada una de sus actuaciones, independientemente del tipo de película que fuera o del papel que interpretara, y una sexualidad soterrada a la que todavía no había aprendido a ponerle nombre ni mucho menos a identificar en ella misma. Eso sí, cuando creciera, quería tener las tetas como su actriz favorita.
A su debido tiempo, olvidó esas aspiraciones. La vida, entonces, era demasiado complicada. Sus padres se divorciaron un año antes de que terminara el bachillerato, lo que la entristeció, pero no le pareció el fin del mundo. Hacía mucho que su padre era una presencia incómoda en la casa; una figura borrosa que rumiaba y gruñía durante el almuerzo y desaparecía el resto del tiempo, hasta que decidió ausentarse del todo y los almuerzos comenzaron a ser más tranquilos, aunque algunas noches extrañaba al hombre que hizo su infancia, todavía cercana, más segura al ahuyentar a los monstruos bajo la cama. Pero raras veces se entregaba a esa nostalgia.
Su madre era administradora de una clínica y su padre de un periódico. Se conocieron en la universidad, compartiendo las mismas aulas y los mismos profesores. Pero pasaron más de veinte años y lo único que parecía haber en común entre ellos, aparte de la profesión, era aquella hija que comenzaba a preguntarse qué haría de su vida en el futuro. Durante su primera semana en la universidad, cuando todavía no sabía si la sociología era lo que en realidad le interesaba, conoció al profesor.
El profesor Aparicio, antropólogo, tuvo una carrera académica irregular e interesante. Hizo sus estudios doctorales en México y Estados Unidos, pero en vez de asumir inmediatamente una cátedra en alguna de las universidades que le hubieran abierto los brazos, se fue a vivir varios años con los indios yekuana, en el bajo Orinoco. Esto ya lo hicieron otros antropólogos antes que él y no tenía nada de novedoso; al contrario, si por algo llamaba la atención es porque esa actitud parecía propia de los pioneros, antes de que los indios usaran teléfonos satelitales. Algunos de aquellos mártires de las ciencias sociales se habían integrado tanto con sus objetos de estudio que terminaron casándose con mujeres de las tribus, y unos pocos renegaron de su disciplina y sus instrumentos de análisis, adoptando modos de vida que hubieran ruborizado a sus maestros europeos o norteamericanos.
De esas selvas, el profesor Aparicio salió con un par de libros y la intención de aceptar una invitación de nuestra universidad, con una escuela de sociología y antropología menos prestigiosa que otras, pero con la ventaja de estar cerca del mar, como el mismo profesor comentó luego a sus amigos íntimos.
La primera vez que Patricia lo vio, en el aula de clases, tenía cuarenta años, abundante cabello oscuro que empezaba a encanecer y una actitud paternal que solo engañaba a las alumnas menos experimentadas. Patricia no se encontraba entre esas. Dos semanas después la invitó a su oficina para discutir un trabajo que ella le había entregado.
Años después, gustaban de contar a los amigos reunidos en la gran sala de su departamento que desde ese día no se habían separado, lo que, a grandes rasgos y sin entrar a examinar en detalle el asunto, era verdad.
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