When the game was over, everyone came to the wire mesh for the baseball stars to give us their autographs. Because Dad was holding my hand, I couldn't run or push to get them to sign his old cap that he was wearing. We had to watch as his friends and their children pushed and shoved to get to the baseball players, while we stood off to the side.

Suddenly, Antonio Armas looked at me and waved his hand in greeting. At that, as if I were a feather, Dad picked me up and sat me on his shoulders to shake hands with the Pirates' big leaguer. I took advantage and took the cap from my dad and gave it to Antonio Armas, who immediately took it, signed it and then gave it to the other players so that they could do the same. When we got the cap back, it was signed by all the players of our favourite team: the glorious Leones del Caracas.

That night we came home very happy, recounting in awe the game and all the good things that had happened, but neither my mother nor my sisters showed any interest in our baseball feat: they just didn't know what we were talking about. It was as if my dad and I spoke a different language, one that only he and I knew. And that after his death, a language I have never been able to use with anyone else.

All images are free of charge and the text is my own, translated in Deepl.

Thank you for reading and commenting. Until a future reading, friends

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La lengua de los olvidados
Era domingo por la mañana, cuando mi padre se sentaba en el viejo sofá de la casa y encendía el televisor. Era el momento perfecto para él, luego de trabajar de lunes a viernes, para descansar, tomarse unas cervezas y ver los juegos deportivos del día: boxeo, carreras de caballo y beisbol. También era el momento perfecto para que él y yo afianzáramos nuestro lazo de padre e hija, ya que yo era su acompañante favorita, la única que sabía el lenguaje de señas de los árbitros, y el lenguaje de papá, y la única a la que le gustaba los deportes.
_¿Viste que el jugador de primera base quiere robarse la segunda? -me preguntaba mi papá para ver si yo estaba atenta.
_Sí –decía yo con los ojos fijos a la pantalla y pendiente de la jugada.
_¡El mánager mandó a tocar la bola! ¡Él sabe que ese jugador es un bate quebrado! –comentaba mi padre y yo sabía de qué hablaba.
Nosotros nos reíamos o gritábamos frente a la pantalla, las emociones dependían de si ganábamos o perdíamos, mientras que mi madre y mis hermanas nos veían como si fuéramos unos inconscientes o estuviéramos locos. No entendían por qué gritábamos y tampoco lo que decíamos entre nosotros:
_Estás ponchada, Nancy –decía mi padre si me hacía una pregunta y no contestaba bien. O también me decía – Te agarré fuera de base.
Y es que mi madre y mi padre habían tenido cuatro hijas hembras a las cuales querían y educaban con esmero, pero en papá siempre existió su deseo de tener un hijo varón. Al contrario de mi madre, quien compartía con sus hijas muchas cosas de “mujeres”; mi padre adolecía de un hijo con el que pudiera tratar cosas de varones, de chicos, de hombres. Su afición por los deportes tal vez era una de esas cosas. Pero ahí estaba yo, con 10 años, sentada al lado de mi padre, intentando suplirle aquella carencia.
Cierto día, mi padre llegó eufórico a casa: nuestro equipo favorito de Beisbol jugaría en nuestra ciudad por primera vez. Yo también me sentí emocionada, pero sabía que era poco probable que pudiera asistir al juego, no solo porque era una niña, sino también porque en casa escaseaba el dinero. Mi corazón brincó de alegría cuando mi padre sacó dos entradas amarillas y me dijo:
_Compré dos entradas: una para mí y otra para ti.
Recuerdo que esperé el día del juego como si esperase a Santa en navidad: de manera ansiosa, pero feliz. El día tan esperado llegó y nos fuimos los dos juntos para el estadio. Mi mamá había insistido en recogerme el cabello en dos trenzas largas y ponerme una braga de bluyín. Aunque a mí me hubiese gustado ponerme una gorra y franela, mamá le había dicho a mi padre que yo tenía que vestirme como una señorita. Ninguno de los dos contrariamos su decisión, aunque nos vimos y los estábamos en desacuerdo con ella.
Sus amigos llevaron a sus hijos varones, quienes llevaron hasta guante y pelotas para que las firmaran. Mientras que los otros niños corrían y saltaban por todas partes, mi padre me tenía de la mano, agarrándome con fuerza:
_No te separes de mí que hay mucha gente y puedes perderte, me dijo papá cuando nos sentamos en las gradas.
En esa época las grandes estrellas de los Leones del Caracas eran Antonio Armas, quien había firmado con Pittsburgh Pirates y Baudilio Díaz, quien había sido contratado por los Reds de Cincinnati. Todos eran estrellas de las grandes ligas e ídolos para la fanaticada del equipo caraqueño.
Cuando los jugadores saltaron al ruedo, comenzó la euforia en las gradas. Yo veía la emoción de todos, pero especialmente la de mi padre y por lo visto, él también veía la emoción mía porque a cada rato volteaba a verme con una sonrisa y yo le respondía con otra. No necesitábamos hablar para saber que éramos felices. Nuestro equipo iba ganando y esa era suficiente para estar contentos.
Cuando terminó el partido, todos se acercaron a la tela metálica para que las estrellas del beisbol nos dieran su autógrafo. Como papá me llevaba de la mano, no podía correr ni empujar para lograr que le firmaran su gorra vieja que llevaba puesta. Tuvimos que ver cómo sus amigos y sus hijos empujaban y se coleaban para llegar a los beisbolistas, mientras que nosotros nos quedábamos de lado.
De repente, Antonio Armas me miró e hizo un gesto con la mano en forma de saludo. En eso, como si fuera una pluma, papá me cargó y me sentó en sus hombros para que le diera la mano al grandesligas de los Piratas. Yo aproveché y le quité la gorra a mi papá y se la di a Antonio Armas, quien la tomó inmediatamente, la firmó y luego se la dio a los otros jugadores para que también hicieran lo mismo. Cuando nos devolvieron la gorra, estaba firmada por todos los jugadores de nuestro equipo favorito: los gloriosos Leones del Caracas.
Esa noche llegamos a casa muy contentos, contando maravillados el encuentro y todo lo bueno que había ocurrido, pero ni mi madre ni mis hermanas mostraron interés en nuestra hazaña beisbolera: simplemente no sabían de qué estábamos hablando. Era como si mi papá y yo habláramos un lenguaje distinto, uno que solo él y yo conocíamos. Y que después de su muerte, un lenguaje que yo nunca he podido utilizar con otra persona.