At about 9:00 p.m., they took my temperature and found out that it was 39°C. They were about to give me some medicine when my dad found a long, very long hair, about 20 meters long, white, rolled up between my sheets. Dad turned pale and I heard him roar like an enraged lion.

"Get out of this house, maíta. Go away and leave my daughters alone. You're dead, you're dead. Get out of here," Dad shouted as if he were crazy. I started crying as if I understood that I would definitely never see my grandmother again. So much so that I dreamed that night that my grandmother let go of my hand and said goodbye to me.

The next day, the fever had passed and my father had gathered all my grandmother's things. I understood, then, that grandma's first death was when she was taken out of the house in a coffin; the second and final death was when dad put her things in a box.

All images are free of charge and the text is my own, translated in Deepl

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Una palabra llamada resignación
La primera vez que murió la abuela, yo tenía quince años. Abuela era una indígena que sabía cuáles eran las oraciones para hacer llover, para quitar el mal de ojo, para curar las lombrices y hasta para encontrar las cosas que se perdían:
_Pilato, Pilato, la cola te ato, si no aparecen las llaves, no te desato –decía la abuela amarrando la punta de un pañuelo y al cabo de un rato, aparecían las llaves y la abuela desamarraba el pañuelo.
Otras veces, curaba enfermedades:
_Toma una lechosa verde y le haces una abertura. Por esa abertura vas a añadir agua, miel y bicarbonato. Luego cierras y lo pones en el sereno por tres noches. A la cuarta noche abres y tomas el líquido. Eso va a ayudar purgar el organismo –recomendaba la abuela a cualquiera que le preguntaba.
Pero el día que murió, se llevó todo aquel conocimiento porque aunque papá tenía sangre indígena, no creía en aquellas cosas:
_En esta casa no quiero que hagan nada de rituales, ni supersticiones, que esas cosas son de gente ignorante. –ordenaba papá.
La primera vez que la abuela murió fue un 4 de julio y nos avisaron en la madrugada. Recuerdo que cuando escuché que sonó el teléfono, intuí que había pasado algo malo. Solo cuando escuché el grito desgarrador de mi padre, en mitad de la sala, fue cuando tuve la certeza de que había ocurrido una desgracia:
_¡Madre querida, cómo me dejaste! –chilló mi papá y las paredes temblaron con su llanto. Papá cayó arrodillado como un niño pequeño, doblegado por el dolor, y presentí que con aquel gesto se desmoronaba la casa.
Ese mismo día y al siguiente, que fue el entierro, papá se encargó de los trámites fúnebres. Mientras que todos los demás nos dejábamos arrastrar por el dolor, papá parecía una estatua de mármol: helada y tiesa. No lo vimos llorar más, pero sí se cubrió de un silencio extraño, como si hablar le costara mucho o se hubiese quedado sin palabras.
Al regreso del cementerio, papá ordenó que la habitación de la abuela permaneciera intacta y que sus cosas personales la dejaran donde las había dejado la abuela, como si ella continuara entre nosotros. Nadie se opuso a aquella decisión, no solo porque papá era el jefe de la familia, sino porque también creíamos que aquellas cosas eran parte de la memoria de aquella mujer que nos había dado tanto.

Todas las noches, yo me encerraba en la habitación de la abuela y me ponía a llorar:
_Abuelita, por qué te fuiste, por qué me dejaste sola. –sollozaba y me abrazaba a sus vestidos, sintiendo su olor cerca, como si con aquel gesto pudiera sentir sus brazos alrededor mío. También me ponía sus collares, sus zapatos y me miraba en el espejo en el que la abuela se había visto toda la vida. En su cama, me quedaba dormida y con los ojos hinchados, iba al día siguiente al liceo, donde permanecía taciturna, errática, ausente.
Unas semanas después de la muerte de la abuela, comencé a presentar fiebre. Al principio creyeron que era un virus, pero cuando los medicamentos no surtieron efecto, tuvieron que llevarme al médico con una fiebre que alcanzaba los 40°C. Las recomendaciones del médico tampoco sirvieron y la fiebre continuó como por tres días.
Al tercer día de fiebre, una mujer pasó por frente a mi casa y como si alguien le hubiese preguntado, le dijo a mi papá:
_Como padre de familia, que está al mando de la casa, debes espantar el alma de la señora Eugenia porque de lo contrario, se va a llevar a tus hijas.
Papá no le creyó, pero aquellas palabras de advertencia le quedaron como un eco en los oídos. ¿Cómo podía mi abuela, después de muerta, seguir en la casa?, se preguntaba mi papá, pero la noche de ese día tendría la respuesta.
Como a las 9 de la noche, me tomaron la temperatura y se dieron cuenta que la tenía en 39°C. Ya me iban a dar medicamento, cuando papá encontró un cabello largo, muy largo, como de 20 metros, blanco, enrollado entre mis sábanas. Papá palideció y lo escuché rugir como un león enfurecido
_Vete de esta casa, maíta. Vete y deja a mis hijas tranquilas. Estás muerta, estás muerta. Sal de aquí –gritó papá como si estuviera loco. Yo me puse a llorar como si entendiera que definitivamente no vería más nunca a mi abuela. Tanto así, que esa noche soñé que mi abuela me soltaba la mano y se despedía de mí.
Al día siguiente, la fiebre había pasado y mi padre había recogido todas las cosas de mi abuela. Entendí, entonces que la primera muerte de la abuela fue cuando la sacaron en un ataúd de la casa; la segunda y definitiva, fue cuando papá metió sus cosas en una caja.