"I am not going to get down from here. If the birds can live in the branches, from now on I'm going to live here. If I get hungry, I'll eat guavas. If I get sleepy, I'll lie down here among the branches. I will grow up here and only come down when I grow up," I said with much drama and sighed resigned to my new life.

With this in mind, I began to pluck guavas to eat, but I didn't realize that among the guava blossoms there was a black bumblebee. I only became aware of its presence when I felt a sting in my hand. My pitiful cry made my grandmother come out of the house and I quickly climbed down from the tree:

"Maíta, it stung me, it stung me!" -I cried disconsolately.

"But let me see, let me see. Oh my God, a bumblebee stung you, child!" -My grandmother said gravely, "Come, let's put some cream on the sting so it won't swell". She resolved and we went into the house. Inside and as she smeared my hand with ointment, she scolded me:

"Viste, that's what you get for being naughty. Don't ride that tree again," my grandmother lovingly asked.

That day, although the bumblebee stung me, I was spared the punishment for breaking the salad bowl and it was the first time that tree served me as a shelter and it was the first time I wanted to be a bird.

All images are free of charge and the text is my own, translated in Deepl

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Un árbol es una casa
En ausencia de nuestros padres, quienes trabajaban de lunes a viernes, nuestra abuela cuidaba de nosotras. Se encargaba de hacer la comida, de protegernos y de cuidar que no hiciéramos travesuras, ya que éramos cuatro niñas curiosas con una energía solo comparada a una bomba atómica.
Yo era la más enérgica e inquieta de todas, por lo que mi abuela siempre buscaba la forma de mantenerme ocupada:
_Ayúdame a regar las matas –decía la abuela y me daba una regadera para que fuera de mata en mata. Otras veces, cuando cosía colchas con retazos de tela, me pedía que la ayudara a recortar o a ordenar los pedazos de tela por colores. La idea era mantenerme ocupada para que no me metiera en problemas.
A mi favor, debo decir que mis diabluras eran las de una niña traviesa que le gustaba cuestionar y experimentar todo:
_¿Por qué esta muñeca llora? –me preguntaba ante el llanto del juguete e inmediatamente desprendía la cabeza de la muñeca para ver cómo podía salir agua por los ojos de la muñeca. Obviamente, este tipo de comportamiento podía molestar a mis padres, por lo que me castigaban y me hacían ver que los juguetes no se rompían.
Cierto día, yo había regresado del colegio y mi abuela hacía el almuerzo. Como siempre, me dirigí a mi cuarto, me quité el uniforme y luego fui a la cocina donde estaba la abuela. Ella me pidió que la ayudara sacando los platos y los cubiertos para ponerlos sobre la mesa. Eso hice, pero como puse la mesa rápidamente y queriendo ganar tiempo, quise ayudar con una ensaladera de cristal que estaba en el gabinete. Mi abuela, cuando vio que era lo que intentaba hacer, me ordenó que dejara la ensaladera en su lugar porque era muy pesada:
_¡Deja la ensaladera porque puedes romperla! –me advirtió, pero yo no le hice caso y tomé el utensilio con las dos manos. Mis pequeñas manos rodearon el objeto y pude sujetarlo por un instante, unos microsegundos, pero de repente, como si mis manos tuvieran mantequilla, el objeto pesado y frágil se deslizó y cayó al piso, rompiéndose en mil pedazos. El ruido que produjo no solo hizo que mi abuela pegara un grito, también que yo me quedara paralizada como si me hubiese convertido en una estatua.
En ese instante mil castigos pasaron por mi mente y ninguno de ellos era bueno. Así que sin pronunciar palabras y sin esperar la reacción de mi abuela, salí huyendo hacia la parte delantera de la casa. En el porche había un gran árbol de guayaba por lo que decidí montarme a la rama más alta para que mi abuela no pudiera atraparme.
Mientras iba escalando y consciente de que había hecho mal, me puse a llorar. Sabía que me castigarían por haber roto la ensaladera, pero especialmente por haber desobedecido a mi abuela.
_Bájate de ahí –gritó mi abuela muy molesta.
_No, abuela. ¡Usted va a castigarme! –afirmé desde arriba del árbol.
_Pues, cuando bajes, voy a castigarte para que no seas traviesa -amenazó mi abuela furiosa y se metió a la casa.
Arriba del árbol comencé a llorar arrepentida y producto del miedo que tenía, decidí a mis 9 años vivir eternamente en el árbol. Mi mente infantil solucionó el problema que tenía:
_No voy a bajarme de aquí. Si los pájaros pueden vivir en las ramas, de ahora en adelante yo voy a vivir aquí. Si me da hambre, comeré guayabas. Si tengo sueño, me acostaré aquí entre las ramas. Voy a crecer aquí arriba y solo voy a bajar cuando sea grande –resolví con mucho drama y suspiré resignada por mi nueva vida.
Con esta idea, comencé a arrancar guayabas para comer, pero no me di cuenta que entre las flores de las guayabas había un abejorro negro. Solo me percaté de su presencia cuando sentí un pinchazo en la mano. Mi grito lastimero hizo que mi abuela saliera de la casa y yo bajé rápidamente del árbol:
_¡Maíta, me picó, me picó! –lloraba desconsoladamente.
_Pero déjame ver, déjame ver. ¡Ay Dios mío, te picó un abejorro, niña! –expresó mi abuela con gravedad –Ven, vamos a ponerte una crema en la picadura para que no se hinche. Resolvió y entramos a la casa. Adentro y a medida que untaba mi mano con un ungüento, me regañaba:
_Viste, eso te pasa por ser traviesa. No te vuelvas a montar en ese árbol –pidió mi abuela amorosamente.
Ese día aunque el abejorro me picó, me salvé del castigo por romper la ensaladera y fue la primera vez que aquel árbol me sirvió de refugio y fue la primera vez que quise ser pájaro.