One July 4th, in the middle of the night, the house phone rang. My grandmother was sick, so we all woke up and ran to answer it. My dad was the one who picked up the receiver and all the rest of us waited in anticipation. We watched as Dad lost color in his face and put a hand to his head. Then he exclaimed a wail, howled like a wounded animal and fell to his knees: grandma was dead and from that moment on we started to walk in a place with no ground.

After that a gap opened up, an abyss, each of us became an island. As if we were enemies, the whole family began to confront each other: they took Grandma's bed, her clothes, her jewelry. Everything. Between brothers and sisters they fought to see who would prevail. They also had the tutelary tree felled, as proof that no one reigned anymore.

Although we continued living in the old house, we never again felt those familiar smells that we breathed when grandmother was there: the smell of guava, the smell of coconut oil, chopped coriander and especially, that smell of bay rum that was used to anoint wounded knees.

All images are free and free of charge, and the text is my own, translated in Deepl.

Thank you for reading and commenting. Until next time, friends

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El hogar no es una casa, es una persona o un árbol con ramas

─¡Bájate de esa mata que puedes caerte! -gritaba mi abuela mientras yo permanecía montada en la rama más alta comiendo guayaba y viendo pasar a todas las personas como si fueran una hilera de hormigas. Abuela se sentaba a coser en su mecedora y en un descuido de ella, yo me trepaba al árbol como si fuera una necesidad primitiva mirar el mundo desde otra perspectiva .
─¡Maíta, debes cortar ese árbol porque puede ocurrir una tragedia. Esa niña se puede caer de ahí! –decían mis tíos, tratando de convencer a mi abuela.
─¡Yo le he dicho que lo voy a cortar si sigue montándose! –afirmaba mi abuela en voz alta para que yo la escuchara, pero ella y yo sabíamos que no lo cortaría. También mis tíos intuían que no lo haría y eso los molestaba, pero no podían hacer nada porque la única que podía cortar el árbol era la abuela.
─¡Bájate! –decía la abuela nuevamente, ahora con más carácter. Entonces yo bajaba y le hacía cariños a la abuela, que siempre olía a guiso, bay-rum y aceite de coco. La abrazaba y me le metía entre los brazos, como hacen los pollitos debajo de las alas de la gallina y le decía:
─¿Usted no va a cortar el árbol nunca, verdad, abuela? –entonces abuela sonreía y hacía un gesto negativo que me llenaba de alegría.

Ese árbol de guayaba estaba ahí mucho antes de que nosotros llegáramos a esa casa. Mi padre, que venía de un pueblo, se vino a la ciudad para trabajar y poderle dar mejor vida a su familia. Y así lo hizo: compró una casa y se trajo a mi mamá, con quien formó una familia; luego se trajo a su mamá, mi abuela, y luego a sus hermanos, mis tíos. Aunque la casa era de mi padre, mi abuela era el centro de ella:

─¿Qué se hará de comida hoy, señora Eugenia? –preguntaba mi madre a la hora del almuerzo. Entonces abuela sacaba la carne, los condimentos y como si fuera una maga de la cocina, junto con mi madre, mezclaba, untaba, esparcía y creaba los más deliciosos platos. Los dedos de mi abuela olían siempre a ajo, a canela, a cilantro recién cortado y su delantal tenía las huellas que dejan los guisos y las frituras al salpicar.

En las fiestas importantes era un ritual sagrado estar alrededor de mi abuela, hablando con ella, escuchándola. En navidad, por ejemplo, desde temprano venían todos los hijos que vivían aparte dispuestos a pasar aquellos días juntos a nosotros, reunidos en la casa. Tíos, primos, sobrinos, hermanos y la abuela conformaban mi gran familia paterna. Mi casa, de cinco habitaciones, se llenaba de gente hasta por los rincones, porque todos queríamos estar con ella: mi abuela.

De hecho, en la última navidad de mi abuela, ella estaba viviendo en casa de una tía, a la cual ayudaba con los niños. Esa navidad fuimos nosotros: mi papá, mi mamá, mis hermanas y yo que debimos movernos a otra casa para estar con ella. Recuerdo que al igual que las veces anteriores, desde su mecedora, abuela era la reina.

Un 4 de julio, en plena madrugada, sonó el teléfono de la casa. Mi abuela estaba enferma, por eso todos nos despertamos y corrimos a contestar. Mi papá fue el que tomó el auricular y todos los demás quedamos a la expectativa. Vimos cómo papá perdió el color del rostro y se llevó una mano en la cabeza. Luego exclamó un lamento, aulló como un animal herido y cayó arrodillado: abuela había muerto y a partir de ese instante comenzamos a andar en un lugar sin suelo.
Después de eso se abrió una brecha, un abismo, cada uno se convirtió en una isla. Como si fuéramos enemigos, toda la familia comenzó a enfrentarse: se llevaron la cama de la abuela, sus vestidos, sus joyas. Todo. Entre hermanos se pelearon para ver quién se imponía. También mandaron a tumbar el árbol tutelar, como prueba de que ya nadie reinaba.
Aunque seguimos viviendo en la antigua casa, nunca más se sintieron aquellos olores familiares que se respiraba cuando estaba la abuela: el olor a guayaba, el olor a aceite coco, a cilantro picado y especialmente, aquel olor a bay-rum que servía para ungir en las rodillas heridas.