Salmet, la de los ojos color invierno

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El otoño se despedía de los bosques, las ramas lucían desnudas, los animales preparados para el invierno se refugiaban en lo más profundo de sus madrigueras. El ambiente era triste y desolador: los pájaros no cantaban en las ramas de los arbustos, las ardillas ya no jugaban en los troncos, los árboles ya no tenían frutos, incluso las flores habían perdido sus bellos pétalos. Parecía que a los bosques les hubieran robado toda la alegría. El tiempo pasó y la noche fue cubriendo con su negro manto todo el paisaje.

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El siniestro silencio del bosque aumentaba cada segundo, ni siquiera las luciérnagas alumbraban aquella noche. De pronto se escucharon pasos humanos: una esclava se había escapado de la casa de su amo y era perseguida por los hombres blancos. Por un momento la pálida luz de la luna alumbró la silueta de la mujer. Era una morena preciosa, sus cabellos largos y ondulados le daban un toque exquisito y mágico. Su nombre era Salmet.

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Había nacido esclava, la madre siempre le contaba cómo era su tierra natal, cómo vivían, cuáles eran sus tradiciones. Salmet, constantemente, soñaba con todo lo que su progenitora le narraba, tenía deseos de saber qué era ser libre, pero nunca lo había intentado para no separarse de su mamá. A causa de los duros trabajos, la poca alimentación, la falta de higiene, su madre había enfermado gravemente y falleció. Esta noticia afectó mucho a Salmet, aunque a los amos no les importó.

Tras la triste pérdida, Salmet decidió enfrentar su mayor desafío: ser libre. Así que, una noche, se atrevió a reclamar la libertad que siempre le había pertenecido. Salió sin hacer ruido, pero los guardias de la casa la siguieron, con cada paso que daba se sentía más libre; sin embargo, apreciaba la amenaza de sus perseguidores. Se internó en el bosque con la esperanza de encontrar refugio en la oscuridad. Estaba muy lóbrego y no sabía adónde ir. De pronto resbaló y cayó a un barranco, los hombres miraron para ver si había sobrevivido: no había nadie. Los rastreadores creyeron que había caído y no había resistido, pero ella había logrado sujetarse de una liana. Esperó un tiempo para asegurarse de que sus cazadores se marcharan; luego, con grandes sacrificios, logró subir a la superficie.

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No sabía adónde ir, pero lo importante es que ya era libre; no sabía adónde ir, mas no le importaba, lo que sabía es que era libre y que tenía que encontrar un refugio, pues pronto llegaría el invierno. También tenía que buscar algo para alimentarse. Caminó hasta lograr encontrar una cueva, estaba deshabitada, era muy extraño encontrar una cueva vacía en ese tiempo; sin embargo, no le importó, entró en ella y se acurrucó en una esquina, empezaba a sentir los primeros vientos del frío invierno. Despertó con los claros rayos del sol, era una mañana preciosa y necesitaba buscar alimento.

Desesperadamente, comenzó a caminar, y con cada paso veía que los árboles no tenían frutos, de pronto escuchó un sonido, se escondió entre unos arbustos para poder observar en caso de que fueran sus perseguidores, pero no, era un tierno conejo que buscaba alimento. Ella, por momentos, sintió un fuerte deseo de atraparlo, si no se alimentaba pronto se quedaría sin fuerzas, tenía que escoger entre su vida o la del conejo; prefirió elegir al conejo, pues el animalito seguro tendría hambre y por eso arriesgaba su vida. Siguió caminando con la esperanza de encontrar qué comer, llegó a la orilla de una laguna y decidió darse un baño, las aguas eran poco profundas, cristalinas y muy frías.
Salmet disfrutaba de su baño. De pronto sintió pasos y (con tono asustado) preguntó: ¿Quién anda ahí? No hubo respuesta.

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El bosque volvió a recuperar su silencio habitual, pensó que estaba imaginando cosas, pero otra vez los volvió a sentir y cada vez más cerca. Salió del agua, tomó su ropa, se la puso apresuradamente y salió corriendo. Una voz ajena a la suya hizo acto de presencia y exclamó: Deteneos, por favor. Un poderoso terror se apoderaba de Salmet, corría mucho al notar que la perseguían, tropezó con una piedra y cayó al piso, no podía levantarse; su cuerpo, incluso, no la obedecía.

Al ver que se acercaba la figura misteriosa, por sus ojos pasó la triste visión de ser azotada sin descanso. Intentó levantarse y no pudo, pues se había lastimado seriamente el pie. Frente a ella quedó la extraña figura, la cual revelaba a un jinete y su montura, era blanco, de ojos azules, vestía un elegante traje color carmín, se podía adivinar que tenía una larga cabellera peinada cuidadosamente y utilizaba sombrero de copa para protegerse del sol. Por un momento las miradas del joven y de Salmet se cruzaron. Él se llamaba Víctor del Rosario Díaz.

Salmet estaba aterrada, aquel hombre seguro la volvería a esclavizar. No, por supuesto que no, le había costado mucho poder escapar como para ser apresada una vez más, tenía que luchar por su libertad, pensaba ella. Pero parecía que aquel hombre no tenía intenciones de esclavizarla. Se bajó del caballo y la saludó cordialmente. Salmet se quedó confundida: ¿acaso el joven no veía que ella era negra?

Víctor preguntó: ¿Para dónde va, señorita? Salmet no respondió.

Víctor le dijo: Si gusta, la puedo llevar.

Salmet respondió: No es necesario, gracias.

Víctor: Por favor, señorita, déjeme acompañarla, por estos lugares hay cazadores de esclavos fugitivos.

Salmet: ¿Y cómo yo sé que usted no es uno de esos cazadores?

Víctor: ¿Por qué usted creería eso? Solo soy un humilde amigo del bosque. Vamos, deje que la lleve.

Salmet: Está bien, gracias.

Víctor: Pues, vamos, déjeme ayudarla, usted tiene el tobillo lastimado.

Salmet: Un momento, ¿cómo sabe que tengo el tobillo lastimado?

Víctor: Lo único que hice fue observarla. Así ambos empezaron un largo viaje.

Víctor: ¿Y adónde va, señorita?

Salmet: No lo sé, nunca he tenido un hogar, era esclava y me escapé.

Víctor: ¿En serio? ¿Por qué le confiesa todo eso a un total desconocido?

Salmet: No lo sé, pero no creo que usted esté acostumbrado a ver a una mujer negra deambulando por el bosque.

Víctor: No, tiene razón, nunca lo había hecho, pero usted no parecía ser real, sino un hada o una ninfa de los bosques, por la belleza que posee.

Salmet: ¿Y usted qué hacía por el bosque?, ¿vino a cazar?

Víctor: No me gusta utilizar la violencia.

Salmet: Entonces… ¿a qué vino? Víctor: Vine a escribir, me gusta venir al bosque a relajarme, es un lugar lleno de paz. Ambos estuvieron en silencio durante unos minutos hasta que Víctor rompió el silencio: ¿Sabes?, mi madre está enferma y necesito a alguien que la cuide. A cambio te puedo dar comida y techo.

Salmet: ¿Por qué usted confiaría en alguien como yo para cuidar a un ser tan preciado para usted?

Víctor: (girando la cabeza para encontrarse con la mirada de la joven) Porque usted me transmite confianza. Luego de eso ambos se quedaron en silencio, hasta que a lo lejos divisaron un pequeño sitio, era el inmenso pueblo.

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Salmet nunca había visto un lugar tan grande, pues jamás había salido de la casa de su amo. Las viviendas eran majestuosas, con preciosos jardines, el mercado estaba lleno y, en medio de la plaza como si fueran objetos cualesquiera, se estaban vendiendo esclavos. Nadie los ayudaba, todos los veían como animales al servicio de sus nuevos amos.

En sus ojos se podía ver la desesperación, dolor y angustia de los que habían sido testigos. Para Salmet esta fue una escena muy triste, tenía ganas de tirarse del caballo y detener todo aquel dolor, gritar y exigir la libertad de sus hermanos negros, pero quién era ella para marcar la diferencia. Así que siguió su camino. Esta vez con la mirada en el piso para que no la vieran llorar. Luego de recorrer algunas calles llegaron a la casa de Víctor era un lugar grande, tenía un formidable jardín en el cual había rosas, azucenas, jazmines y, además, estaba adornado con hermosas estatuas blancas, las cuales representaban a bellas mujeres.

Víctor le señala: Bien, hemos llegado. Salmet aún estaba sumergida en el horrible pensamiento del dolor de aquellas personas y se preguntaba ¿por qué la realidad era tan injusta?, ¿por qué personas inocentes tenían que cargar pesadas cadenas?, ¿qué crimen habían cometido para ser tratados así?, ¿sus vidas no importaban?

Todas estas ideas pasaban por la mente de la muchacha, hasta que fueron interrumpidas por la voz de Víctor: ¿Se siente bien, señorita Salmet? Ella levantó la cabeza y respondió: Sí, señor.

Víctor: Pues… vamos para que conozca su nuevo hogar, déjeme ayudarla, ¿su tobillo se encuentra mejor?

Salmet: Sí, gracias. La mansión por fuera estaba pintada de un blanco marfil, adentro la sala era blanca, tenía finos retoques dorados, en el techo colgaban bellos candelabros de cristal. Salmet estaba impresionada, todo era tan bonito.

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En medio de la sala había una bonita fuente de la cual brotaba un agua cristalina y pura. De momento, frente a Salmet apareció una mujer de gran edad, estaba vestida de negro, portaba un anillo de diamantes y un collar de amatista, tenía una expresión muy triste en su cara, tanto que provocaba lástima. Se llamaba María del Rosario, quien ni corta ni perezosa preguntó: ¿Quién es ella, hijo? Víctor: Tu nueva enfermera, se llama Salmet.

María: Hijo, ¿todavía crees en esa tonta idea de que estoy loca?

Víctor: No, madre, pero usted no está bien de salud, por eso la he traído. María (mirando a Salmet): Pero ella es negra.

Víctor: Sí, madre, ella es negra. María: Has perdido la razón, nunca dejaré que alguien como ella se acerque a mí, ni a mis joyas.

Víctor: Madre, ¿por qué se expresa así? Nunca en vida de mi padre usted se comportó de esa manera.

María: Tu padre tenía un corazón muy débil, en su mente mantenía esa estúpida idea de que los negros eran iguales a los blancos, y nunca ningún negro será igual a un blanco.

Víctor: Basta, madre, no ose manchar la memoria de mi padre, Salmet será su enfermera y no se hable más del tema.

María, indignada, subió las escaleras y se encerró en su habitación.

Víctor: Disculpe a mi madre, señorita Salmet, sufre de una extraña enfermedad que hace que actúe así, pasado un tiempo no recordará nada.

Le enseñaré su habitación. Salmet no se atrevía a decir una palabra, subió por las preciosas escaleras y recorrió un largo pasillo, alumbrados por la brillante luz de las velas. Víctor: Hemos llegado (abriendo la puerta de la habitación). El lugar era espacioso, tenía una bonita ventana que daba al jardín, una cama grande y un armario con varios trajes hermosos.

Salmet: Es precioso. Víctor: ¿Le gusta? Salmet: Sí, mucho, ¿pero por qué yo? Víctor: Porque usted transmite confianza, vamos para presentarles a todos.

Salmet y Víctor bajaron juntos a la cocina. Él les fue presentando a todos. El que más llamaba la atención era Donel, un hombre de mayor edad, negro, quien parecía ser muy amigo del señor Víctor. De momento Donel le brindó a Salmet una manzana madura.

Salmet: Muchísimas gracias, llevándosela a la boca y mordiendo le dijo: Está deliciosa, gracias. Pasó el tiempo y llegó la noche. El señor Víctor le pidió a Salmet que los acompañara a cenar. Ella aceptó, tomó un baño, se puso uno de los trajes más bellos que había en el armario y salió.

El joven se quedó admirado por la belleza de la chica, no era fácil pensar que siendo tan bella sería condenada a ser una esclava para siempre. Juntos bajaron al comedor, donde los esperaba una mesa servida con los más deliciosos manjares.

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En ella ya estaba sentada María; a su derecha, Luciana, la hermana de Víctor. Este invitó a Salmet a sentarse junto a él, pero fue interrumpido por una sirvienta que le anunciaba la llegada de la señorita Renata Menéndez, la prometida del señor Víctor. Era una muchacha preciosa, de piel blanca y lisa, cabellos largos y negros y unos ojos preciosos. Iba con un vestido sedoso de color celeste y adornada con un collar de rubí y aretes de oro. Buenas noches, dijo ella a modo de cortesía. Luciana se levantó y la saludó amablemente. Víctor la recibió con una gran muestra de amor, mientras María le decía: Bienvenida.

De pronto la joven fijó su mirada en Salmet. ¿Quién es ella?, preguntó. Víctor: Es la nueva enfermera de mi madre. Renata: ¿Por qué los acompaña? Víctor: Porque es una integrante más de la familia, sabes que todos mis empleados son parte de mi familia. Renata: ¿Y por qué va vestida tan bien, como si fuera una señora más de la casa? Víctor: Por favor, ya, acompáñanos a cenar, por favor. Renata: Gracias. Víctor: Ven, siéntate junto a mí. Todos tomaron asiento, Salmet se sentó junto a Luciana.

La cena transcurrió tranquila, aunque Renata miraba con desprecio a Salmet. Luciana se fue a dormir dejando a Renata y Víctor solos, Salmet llevó a María a acostarse.

María: ¿Puedes cantarme una canción para dormir? Parecía una niña grande, curiosa y asustada por un miedo imaginario. Salmet le acarició la cabeza y comenzó a cantar una canción que su madre le había enseñado cuando era pequeña. Poco a poco María se fue durmiendo.

Salmet salió de la habitación sin hacer ruido para no despertar a María, entró a su cuarto y abrió la ventana. Era una noche preciosa, las estrellas brillaban, al igual que la luna. De pronto empezaron a caer pequeños copos de nieve: había llegado el invierno. Luego de observarlos un rato se acostó a dormir, pero se levantó sobresaltada por un extraño ruido que venía de afuera. El miedo no le permitía moverse y, sin darse cuenta, se quedó dormida. Despertó con los claros del día, se bañó y se vistió. Bajó a la cocina, comió algo y le subió el desayuno a María.

Al entrar a la habitación se le cayó la bandeja de las manos. La señora estaba muerta sobre su lecho: le habían cortado la garganta. Había sangre, mucha sangre. Salmet gritó. Víctor se despertó con las voces y llegó a la habitación de su madre. Al verla, pálida y sin vida, se echó a llorar.

Víctor: Madre, mi dulce madre, no me dejes, por favor, no me abandones, ¿qué haré sin ti, sin tu voz, sin tus consejos? Acarició la mano de María, pero tuvo que soltarlas, estaban muy frías. Entonces se arrodilló frente a su mamá y empezó a llorar. Salmet intentó consolarlo, mas no pudo. Él le gritó que se fuera, ella salió de la habitación y se encontró con Luciana, que le preguntó qué pasaba. Salmet no podía hablar, lo único que pudo hacer fue señalar la habitación de la señora María.

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Luciana empezó a preocuparse. Corrió a la habitación de su madre y no pudo contenerse las lágrimas. Junto a su hermano, estuvo llorando durante horas. Cuando despidieron a María por última vez, sintieron que ambos murieron con ella, pero había algo muy extraño donde estaba Renata.

Víctor estaba lleno de odio y juró que no descansaría hasta encontrar al asesino. Al regresar a su casa, sintió un extraño recuerdo de ansiedad, tenía muchas evocaciones de su madre, demasiadas sonrisas, consejos, palabras echadas al olvido, y no era nada fácil darse cuenta de que ella ya no estaba ahí. No lo podía soportar, era un dolor que no se podía expresar con palabras.

Entró a la habitación de su madre y sintió que su mundo se derrumbaba como un castillo de naipes, miraba todo a su alrededor. De pronto se percató de que las joyas no estaban. Entonces se dio cuenta de que no había sido un asesinato, fue un robo, su mamá se despertó y el ladrón no tuvo más remedio que asesinarla. En ese momento Víctor se asomó a la ventana y vio cómo una empleada le entregaba un collar de perlas a un extraño hombre.

Ese collar le había pertenecido a su madre, estaba seguro, bajó las escaleras a toda velocidad y preguntó a la criada de dónde había sacado esa joya. La criada, asustada, miró a su alrededor y dijo que la había sacado de la habitación de la señorita Salmet. Víctor no lo podía creer, cogió a la criada por el brazo y la llevó al cuarto de la joven. Muéstrame, dijo él. La criada obedeció, buscó entre las sábanas y ahí reveló todas las joyas, no había duda: Salmet asesinó a la señora María. Víctor salió como una fiera, cogió unas cadenas.

Salmet estaba en el jardín, él llegó como un animal, la encadenó a un árbol y le dijo: Te lo mereces, traidora. Ahí la dejó a la intemperie, durante días. Salmet lloraba de dolor y amargura por la traición, el frío cada vez era más grande, hasta que una noche oscura murió, su corazón se había congelado.

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Poco tiempo después se supo que las joyas encontradas eran falsas, que Renata y la criada eran cómplices y habían huido con el dinero de las joyas. Salmet era inocente. Desde ese día es conocida como Salmet, la de los ojos color invierno. Víctor vivió eternamente arrepentido de su acto. Cuentan aquellos que saben que cuando Salmet murió congelada se convirtió en una doncella de nieve, que aparece cada invierno. Y cuentan que al llegar la primavera se convierte en una doncella de las flores, alegrando los bosques con su belleza y su voz.

Fin

Las imágenes las tomé de Pixabay.



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