La Biblioteca del Mundo
(I)
De niño, me molestó saber sobre la destrucción de grandes bibliotecas, como la de Alejandría, o la de la academia de Platón, por culpa de la expansión de los romanos. ¡Cuánto conocimiento perdido, cuántas manifestaciones de las bellas letras desperdiciadas!
Alguien dijo, que la naturaleza es el gran libro de la creación. ¿No lo sé? Pero, tampoco lo pongo en duda. Con esto en mente, invité a Carlos y a Pedro, mis más preciados condiscípulos, a una expedición a los misteriosos tepuyes, aprovechando un inesperado receso universitario por la conmoción política que paralizó las actividades académicas. Adentrarme en un ambiente congelado en el tiempo, quizás, sería, además de catártico, como hojear las primeras páginas de un enorme libro. Empero, odié abandonar la gran biblioteca central, ahora, dotada con la más moderna infraestructura tecnológica que potenciaba la consulta de la edición digital del catálogo físico. Sí, Biblio, la IA, ofrece mucha ayuda a la hora de investigar, pero tener en la mano un libro, por muy polvoriento o envejecido que se viera, siempre me dio la sensación de conexión con sus autores.
El vuelo, a lo sumo, superó las dos horas. El cielo era límpido, no grisáceo; como en el campus universitario de la gran metrópolis. Me sorprendió los espaciados de los pequeños edificios, no mayores de tres pisos, que rompían la monotonía de los techos tejidos de hojas de palmas secas, incrustados, desde la perspectiva aérea, en un vergel excepcional y bello. Aterrizamos sin contratiempo en la pista de tierra compactada. A lo lejos, nuestro destino, un imponente macizo rocoso, escarpado y cuya meseta era plana, de más de un kilómetro de altura, a los que los nativos, llaman Tepuy.
Un hombre de mediana edad, de piel bruñida por el sol, y de un pelo negro azabache, nos observaba con atención, mientras descendíamos de la panza del avión. Éramos los únicos pasajeros, la temporada turística había terminado hacía un mes. Wakü, nombre con el cual se presentó a posteriori, había acudido para supervisar la recepción de los víveres destinados por el gobierno a la comunidad. Sobre su pecho, un collar en que pendía un enorme colmillo blanco. El animal, tal vez un gran jaguar o caimán de grandes proporciones. Deduje, un símbolo de autoridad y alta estima entre los suyos.
―Buenos días ―, le dije viéndolo fugaz a los ojos, en muestra de respeto. Solo faltó bajar el pescuezo.
―Buenos días ―, contestó con animosidad, agregando ―. Yo soy Wakü, el capitán del pueblo, les doy la bienvenida.
―Muchas gracias ―contestamos en unísono. ―Yo me llamo Alejandro Librero, y ellos son mis compañeros de universidad.
―¡Ah, vienen a estudiar a mi pueblo!
―No exactamente. Queremos internarnos en aquella montaña. ―Le señalé con mi índice ―. Se dice que son las más antiguas del planeta. Pero en especial, queremos ir en pos de la leyenda. Una que asegura que, allí, está la entrada a un mundo olvidado.
Wakü posó su mirada en la mía, como si intentara escudriñar de golpe mi alma. Volteó la cabeza con una sinuosa lentitud, y otros, emergieron de la arboleda. Siendo indígenas, vestían como cualquiera de nosotros, con camisetas y pantalones de mezclilla. No como lo imaginábamos, en guayucos tapa rabos, y con adornos de plumajes multicolores sobre sus sienes. Nada que ver, el mestizaje cultural hacía ya tiempo que rondaba los remotos predios casi vírgenes. ¡Qué contradicción!
―No está olvidado. Tan solo es que los señores del mundo, no quieren ser molestados por impertinentes y jactanciosos.
No salía de mi asombro. El capitán estaría tomándome el pelo, pensé.
―¡Claro que no! ―. Contestó tajante.
La turbación de ser escuchado sin hablar erizó mi piel, paralizándome de repente. No sabía qué hacer. Pedro y Carlos, absortos, eran convidados de piedra e ignorante de lo sucedido. Estaban hipnotizados por la belleza del paisaje, un mundo nuevo a sus ojos.
―Síganme. De seguro, tendrán reservado hospedaje. Pero yo los invitó a quedarse en mi hogar.
Sí, teníamos reservación. Mas no me atreví a rechazar la invitación. Hice una seña encubierta en la gestualidad a mis amigos.
―Sí, vayamos con nuestro anfitrión ―. Repuso, Pedro, para secundarme, y Carlos asintió, casi en simultáneo, con la cabeza.
Cargamos las mochilas al espinazo, y le seguimos a través de un camino, hecho con el paso asiduo de los turistas y por las ruedas de rústicos que llevaban el equipaje a posadas con todas las comodidades de la civilidad. El ruido del silencio de la naturaleza, interrumpido por el cantar de las cacatúas en vuelo, produjo la sensación de liberación de la opresión dejada atrás, donde las multitudes van de un lado al otro como autómatas. El sudor empezó a brotar en las sienes. Pensé, si valdría la pena, la excursión. Corría el riesgo de caer en la simpleza del turista, ávido de ilusorias aventuras, diseñadas para su disfrute con la mayor seguridad posible. Aunque, albergaba la esperanza, de una experiencia real de la mano del jefe de aquellos indígenas disfrazados de occidentalizados. Y no me equivoqué.
(II)
El hogar de Wakü, distaba a muchas leguas del asentamiento principal, el turístico. Era una especie de bohío circular de uso comunal, en donde hombres, mujeres y niños compartían casi semidesnudos. La conversación nos era ininteligible.
―Alejandro, ¿será que fue una buena idea? ―, preguntó, a susurro, Pedro.
―No teman. Ustedes son nuestros huéspedes ―repuso de inmediato el del colmillo colgante ―. El Chamán hace un par de días que los espera por instrucciones de los señores del mundo.
Tal revelación me heló la sangre. ¿Qué diantres querrán de nosotros?, pensé en mi mente con el temor de ser escuchado.
―Pronto le preguntarás a los señores del mundo ―replicó de inmediato el gran jerarca tribal.
Como pude, intenté silenciar mi mente. Mas las atenciones de las jóvenes y las risas de los niños a nuestro alrededor, disiparon las tensiones y me dejé llevar por las buenas vibras de la gente descontaminada de lo artificial, y que vivían en armonía con la tierra y su sapiencia. Comimos y bebimos, sin preguntar. Por referencia, sabía, sobre los ingredientes y la preparación del menú. Algo exótico para mis costumbres. Pero… por nada del mundo, defraudaría sus buenas intenciones. La bebida, una especie de chicha fermentada, con un leve sabor agrio; germinó en mi boca. Y la carne, envuelta en hojas silvestres, sabía a pollo horneado. Tanto, Carlos como Pedro, comían despacio, mientras aquellos seres de baja estaturas, sonreían complacidos. No niego, eran unos excelentes anfitriones.
Luego, el descanso. En víspera del anochecer, el chamán, un hombre menudo, entrado en el ocaso de su vida, hizo un ademán sobre la hoguera. El resto salió de la gran choza. Solo quedamos con él; Pedro, Carlos y yo, asistidos por Wakü, quien nos traducía los mensajes de Piache.
―Dicen los señores del mundo, que, en cinco días, los esperan en el salón del conocimiento del gran Autana para una revelación de interés para quien busca la verdad.
―No entiendo ―, musitó Carlos con perplejidad ―, yo vine con la excusa de una leyenda. Jamás pensé que se tornaría real. Yo me regreso.
―¡Yo también me regreso contigo! ¡Vámonos a la posada! ―Exclamó Pedro.
Los miré con asombro a manera de reclamo. Deduje: temen seguir. Solo buscan un esparcimiento cómodo y seguro. Y ya se daban por satisfecho. El adentrarse en la selva con desconocidos les aterra. Wakü y el Piache no se inmutaron.
―El gran Piache, dice: que yo te acompañaré por el sendero anhelado hasta la gran puerta al salón del conocimiento de los señores del mundo. ¡Claro, si aun así lo deseas!
―¡Claro que iré! Siento en mi interior que debo ir.
Carlos y Pedro, titubearon un par de minutos. Pero al final, optaron por esperarme en la posada. No perderían la inversión de sus diez días reservados. Aún le quedaban nueve. Ellos partieron bajo la guía y protección de dos indígenas, vestidos con franelas de algodones azulados y pantalones de mezclillas negros. Una andanada de molestos mosquitos los acompañó hasta la posada. El repelente de insectos fue inefectivo, y los rosetones aparecieron tras cada rascado. Quizás, un merecido castigo por abandonarme.
A pesar de la excitación por la aventura, dormí en el chinchorro con extrema comodidad, libre de la plaga. Justo al amanecer, soñé que vi en llamas la biblioteca de Alejandría y la de la academia de Platón. Yo intenté apagarlas, sin lograrlo. El fuego, crecía y crecía, reflejándose en los rostros de Carlos y Pedro, quienes, vestidos con togas blancas y púrpuras, cerraban los ojos, y dieron las espaldas, dejándome solo. Desperté. Todo estaba en calma a mi alrededor, entre otros chinchorros. Creí ver el brillo de los penetrantes ojos de Wakü. ¡No! Me relajé y continué en el remanso un rato más. Sabía que la faena sería ardua, larga, y exigente.
Con el alba, abordamos una canoa, o curiara, como lo llaman los nativos. Me sorprendió verle adaptado un potente motor fuera de borda, y unos palos aplanados (a maneras de remos) en su interior. El río era de un intenso color negro plomizo. Aguas calmas, perturbadas por el corte de la quilla rumbo a las imponentes alturas truncadas. El recorrido no fue uniforme. En algunos tramos, el jefe y yo, bajábamos del bote, subíamos el motor, y arrastrábamos la embarcación para capear los bajos del río. Protesté, muy a mí adentro, por los caballos mecánicos, un peso muerto ocasional que exigía gran esfuerzo, pero muy necesario en la profundidad que evitaba paletear a millar. Así y todo, avanzamos hasta el pie de la morada de los señores del mundo.
El hambre roía mi estómago. Abrí una lata de atún con vegetales. Miré a Wakü, y le ofrecí otra que saqué de la mochila salpicada. Pero este, no la quiso. Yo la comí con tal gusto, como si fuera el más sabroso manjar del restaurante de moda. Él, en cambio, comió con naturalidad unas tiras sacadas de su bolso parduzco. No supe si eran carnes curtidas o vegetales salteados. Solo me limité a masticar hasta rematar con una barra de chocolate oscuro.
―Aquí termina mi viaje. Ahora, usted debe seguir solo hasta la entrada del salón.
―Wakü. ¿Qué dices?
―Esas son las instrucciones del Piache. No tema. Confié. Ascienda por entre las grietas de la gran pared.
Eché la lata vacía y el envoltorio del chocolate en una bolsa, y se la di al capitán, dueño del gran colmillo blanco. Pensé, si tuviera ese amuleto.
―No es un amuleto. No tiene poderes mágicos. Solo es un recuerdo de un encuentro mal advenido, en donde yo fui afortunado.
―¡Deja de leer mi mente, por Dios!
―No sea ingenuo. No le leo la mente. Es usted un libro abierto, nada más. Ahora, vaya, que los señores del mundo lo esperan. Un privilegio que a pocos se le da.
Avancé en dirección al indicado por aquel extraño enigmático y sabio lector de los hombres. Ascendí, tal como dijo, por los entresijos ocultos en la vegetación. Eran como escaleras, que zigzagueaban en una inclinación suave y sostenida. Escalé sin pausa. La fatiga huyó de mí. Quizás, por el chocolate, o por alguna fuerza mágica emanada de la antiquísima montaña sagrada. No volteé. Perdí la noción del tiempo, meditaba en cómo sería la entrada, cuando, de repente, pisé en falso y caí en el vacío. En un tris, todo se hizo luz. Encandilado, levitaba, al menos eso pensé, hasta que toqué firme. Levanté la cabeza y grité: “Dónde estoy”. “Alejandro, sea bienvenido”, escuché dentro de mí. Era como mi voz interior, pero claramente distinguible, fuerte, potente, que transmitía mucha autoridad y paz. Vi, en un segundo, pueblos y ciudades, de otros tiempos. Incluso del futuro. Intentaba asimilar y comprender aquella maravilla. Extrañé el miedo, la paz me traspasaba, gozaba de plenitud y bienestar. La voz exclamó: “estás en la biblioteca, donde la esencia de los libros se guarda; y ahora, tú, su librero”. Pensé en la biblioteca de Alejandría, y en todas las arrasadas, en las ocultas y negadas al público, en todos los libros. La voz silente sentenció: “Aprended como Wakü, él lee a los hombres. Pero tú, estás destinado, si así lo aceptas, a leer al mundo. Aquí, en tu nuevo hogar”. Acepté. Solo albergaba la duda del para qué. Entonces, recordé a Pedro y Carlos, a los romanos, y por supuesto, a Platón y a las pléyades de maestros y discípulos. ¡Cómo darle la espalda a la luz! ¿Quién sabe si me lleve a los umbrales de la verdad para salvarnos de nosotros mismos?
Wakü, me esperaba con paciencia. Supe, que, luego de esta experiencia, no sería el mismo. La aceptación de la encomienda de reflejar la luz de los señores del mundo era un tesoro, y la tarea de llevarla a quienes las necesiten, un privilegio.
(III)
Mi alma envejeció en aquel lugar, y terminado el curso de luz, bajé. Supuse que no encontraría al capitán, pero allí estaba. Mis años perdidos, solo fueron siete días.
―Hola, gran Mariche.
Wakü se inclinó ante mí. Su mente, quieta, anhelaba que le contara sobre mi estancia con los señores del mundo.
―Ellos están contigo ―, le dije.
Él levantó la mirada para decirme algo, pero lo detuve diciéndole que él también era un libro abierto. Que ahora, yo también podía leerlo. Sonrió, y ambos, abordamos la curiara, iniciando el retorno.
La intensa lluvia aumentó el cauce del río. Los bajos desaparecieron y la fuerte corriente, nos impulsó, de tal manera, que fue innecesario encender el motor. Wakü, tomó la paleta y dirigió con maestría el avance. El resoplido del viento entre las majestuosas y añejas terrazas elevadas era un bálsamo para mis oídos. Miré maravillado como el zigzag de decenas de relámpagos, casi simultáneos, unían el cielo con la tierra. Por mi mente, ideogramas, pictogramas, jeroglíficos, caracteres: rúnicos, cuneiformes, algebraicos, cirílicos; se mezclaban sin cesar. Pero, nada tan maravilloso como el mensaje escrito por aquellos potentes torrentes de energía sobre el suelo y agua. Un mensaje que solo los elegidos, como él, podían leer.
―No temas Wakü. Nos dan la bienvenida. El Piache está en lo cierto.
―Mariche, ¿en qué está en lo cierto? ―gritó el del colmillo blanco y afilado, sin descuidar la paleta en pleno temporal.
―En la jactancia y la necedad de quienes, como yo, todavía, no han despertado.
―No se preocupe por ellos.
―Descuida. Pedro y Carlos, y quienes, como ellos, aunque están en el limbo, no están solos. En las ciudades, hay muchas versiones de Wakü y el Piache. Me preocupa los piromaníacos del saber y la perversión de los Biblos, presentes y futuros.
Callé, nadie podía oírme, excepto los señores del mundo. Ellos sabían que no descansaría en reflejar su luz y apagar la llama incendiaría de la oscuridad. Esa, que quema a las bibliotecas, y los bibliotecarios, aquí y allá. De súbito, todo volvió a hacerse luz, mientras el olor a chamuscado se disipaba.
Fin
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Exquisito relato.
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