John dobló a la izquierda para ingresar a la autopista. Los postes adornados de flores y lazos de color rojo y verde, de cascanueces y de otros motivos navideños a lo largo del camino, le recordaban el gasto que acababa de realizar en la gran tienda por departamento de la ciudad. Tenía la manía de dejar para última hora la compra de los regalos que esperarían sus hijos al pie del árbol. Pero no era el único, vio a cientos como él, agolpados en las mesas de las festivas envolturas y en las cajas registradoras. Tuvo suerte de hallar la muñeca para Roxie, y el guante de béisbol para el pequeño Tommy, tales como los escuchó pedirles al Santa de la tienda hacía solo tres días antes, cuando buscaban lo necesario para la gran cena.

Miró, el reloj de pulsera, aún estaba a tiempo. Aunque estaba agotado por la faena de la oficina, poniendo en orden los asuntos para no tener pendientes al retorno, sabía lo importante de la celebración de la Navidad en familia. Imaginaba a todos sentados en la mesa, cantando villancicos y jugando a las adivinanzas. Auguraba una noche espléndida en compañía de los padres de su esposa Patricia, quienes viajaron especialmente desde el interior para esta hermosa ocasión.

Cambio al canal rápido y aceleró hasta alcanzar el límite de la velocidad permitida. Así avanzó un buen trecho, hasta que tuvo que frenar ante la inminencia de las luces rojas de los carros casi detenidos. Bajó el volumen de la música y le pidió al asistente de voz de su teléfono información sobre la vía. La dulce voz le dijo sobre una colisión de dos vehículos a cien metros con heridos graves, y que las autoridades estaban en el sitio. Pensó, en aquellas personas desafortunadas y en cómo una potencial noche de diversión había cambiado en una fracción de segundo. Aunque les eran desconocidos, oró por ellas. Imagino estar en aquella situación.

Avanzó hasta llegar al inicio del atasco, para su sorpresa reconoció a uno de los vehículos siniestrados. Era el de Peter, un colega de la oficina, quien horas antes, en un receso, le había mostrado los juguetes que Santa les daría a sus tres hijas esa noche. Sintió un gran pesar y quiso aparcar para ayudarle, pero los policías se lo impidieron. Pensó, entiendo, que sería otro estorbo. Al final, todos debían llegar a tiempo a sus casas para celebrar la cena de Navidad. En todo caso, ya las ambulancias estaban en el sitio para evacuarlos.

John condujo con mucha precaución hasta llegar a su casa. En el pórtico, las hermosas sonrisas de sus hijos lo iluminaron. Aparcó el carro. Los regalos estaban seguros a la vista de los niños, quienes escrutaban el interior para detectar solo bolsas con vinos, paquetes de galletas y caramelos, y panes navideños, tales como se lo pidió Patricia. Al bajarse, los abrasó y los besó a todos. Sintió que él era un privilegiado y muy afortunado en comparación con Peter en esa noche. Llamó a Justina, la esposa de su amigo, con el corazón en la mano. Santa había sido buena con él, las lesiones no fueron tan graves como se pensó en un principio y ya lo habían dado de alta. Pronto Peter estaría en su casa con su familia.

En la cena, John elevó una oración por la salud de su amigo, y dio gracia por la estupenda velada que estaban teniendo. Las risas iban y venían tras cada adivinanza fallida. Los abuelos eran pródigos en amor y se dejaban hacer de todo por Roxie y Tommy. Así transcurrió la noche hasta que los niños debieron acostarse para que Santa hiciera su trabajo.