No recuerdo cuánto tiempo ha pasado desde que me asignaron este trabajo. Desde el principio, no estuve de acuerdo, pero en este rincón del universo, la voluntad propia tiene poco peso. Me llaman de diferentes maneras según el lugar: la parca, la muerte, la pelona, la Segadora de almas o, mi favorito, el Ángel De La Muerte.

Mi empleo, como exterminador de la vida, se siente como un castigo divino. Han pasado más de mil años desde que me eligieron para esta tarea que nadie quería tomar por su propia voluntad. Detesto el simple hecho de dejar niños huérfanos y padres sin sus tan anheladas criaturas. Cualquiera pensaría que la cantidad de años que llevo en este desagradable trabajo haría que mis sentimientos se extinguieran, pero la realidad es otra.

Hace pocos minutos, presencié a una niña de 9 años con ojos café, cabello castaño claro y piel oscura llorando desconsoladamente. La razón: a su canino le detectaron un cáncer muy avanzado, y el médico le aconsejó que lo durmiera para poner fin a su sufrimiento. Esta pequeña, con los ojos llenos de lágrimas, entendió que Princesa, su perra, debía descansar. Miró al señor de bata blanca, asintió con la cabeza y expresó su deseo de despedirla. Así fue, recibió una última lamida en la mano de su mascota, y ahora Princesa descansa a mi lado.

Ayer, una joven pareja celebrando su segundo aniversario de bodas se vio separada en un accidente. Un hombre de unos 45 años los arrolló mientras cruzaban la calle; ella murió instantáneamente, y el esposo aún se recupera inconsciente en un hospital. Tenían tantos planes juntos... Una desgracia para este pobre hombre cuando despierte, ¿no?

Cada accidente, enfermedad letal u homicidio es completamente planeado por mí. Mi trabajo consiste en arrancar al ser querido de otra persona, una tarea injusta para mí, un alma que nadie verá, a menos que le quede un instante de vida.

En estos largos siglos de servidumbre, he sido testigo de innumerables despedidas y lágrimas derramadas en la frontera de la vida y la muerte. Cada encuentro me deja una marca invisible, una cicatriz emocional que se acumula a lo largo de los años. Me he vuelto experto en ocultar mi dolor tras la máscara imperturbable de un ser sin sentimientos.

Sin embargo, hay momentos que desgarran incluso mi corazón eterno. En una ocasión, me encontré con un anciano que había vivido una vida plena, rodeado de amor y alegría. Su partida fue tranquila, pero sus seres queridos quedaron sumidos en la tristeza. Pude sentir la nostalgia en el aire mientras observaba cómo familiares y amigos compartían historias y recuerdos alrededor de su lecho de muerte.

A medida que los siglos pasan, he aprendido a buscar pequeños destellos de luz en mi existencia sombría. Observo cómo las almas se encuentran en el Más Allá, reuniéndose con aquellos a quienes perdieron en la Tierra. Algunas almas, al principio llenas de desesperación, descubren que la muerte no es el final, sino un nuevo comienzo.

En mis solitarias noches, reflexiono sobre la paradoja de mi existencia: soy el portador de la muerte, pero también soy testigo de la belleza efímera de la vida. Mientras continúo con mi deber impuesto, me pregunto si hay alguna posibilidad de redención para un ser como yo. ¿Puedo encontrar algún consuelo en este interminable ciclo de vida y muerte?

Solo diré que la vida, Dios, el universo o cualquier entidad en quien creas, es injusta; todos tenemos un tiempo de vida, y eso es inmutable.

ATT: El Ángel De La Muerte

I don't remember how long it's been since they assigned me this job. From the start, I didn't agree, but in this corner of the universe, individual will holds little weight. They call me different names depending on the place: the Reaper, Death, the Bald One, the Soul Harvester, or, my favorite, the Angel of Death.

My job, as an exterminator of life, feels like a divine punishment. Over a thousand years have passed since they chose me for this task that no one wanted to take willingly. I detest the simple act of leaving children orphaned and parents without their long-awaited loved ones. One might think that the number of years I've spent in this unpleasant job would extinguish my feelings, but the reality is different.

A few minutes ago, I witnessed a 9-year-old girl with coffee-colored eyes, light brown hair, and dark skin crying inconsolably. The reason: her canine was diagnosed with an advanced cancer, and the doctor advised putting it to sleep to end its suffering. This little one, with teary eyes, understood that her dog, Princess, needed to rest. She looked at the white-coated gentleman, nodded, and expressed her desire to bid farewell. It happened; she received a final lick on her hand from her pet, and now Princess rests by my side.

Yesterday, a young couple celebrating their second wedding anniversary was separated in an accident. A man around 45 ran them over while crossing the street; she died instantly, and the husband is still recovering unconscious in a hospital. They had so many plans together... A tragedy for this poor man when he wakes up, isn't it?

Every accident, lethal illness, or homicide is entirely planned by me. My job is to tear away a loved one from someone else, an unfair task for me, a soul that no one will see, unless there's only a moment of life left.

In these long centuries of servitude, I've witnessed countless farewells and tears shed on the border of life and death. Each encounter leaves an invisible mark, an emotional scar that accumulates over the years. I've become skilled at hiding my pain behind the imperturbable mask of a being without feelings.

However, there are moments that even tear at my eternal heart. Once, I met an elderly man who had lived a full life, surrounded by love and joy. His departure was peaceful, but his loved ones were plunged into sadness. I could feel the nostalgia in the air as I watched family and friends share stories and memories around his deathbed.

As the centuries pass, I've learned to seek small glimmers of light in my dark existence. I observe how souls reunite in the afterlife, meeting those they lost on Earth. Some souls, initially full of despair, discover that death is not the end but a new beginning.

In my lonely nights, I reflect on the paradox of my existence: I am the harbinger of death, yet I am also a witness to the ephemeral beauty of life. As I continue with my imposed duty, I wonder if there's any possibility of redemption for a being like me. Can I find some solace in this endless cycle of life and death?

I will only say that life, God, the universe, or any entity you believe in, is unjust; we all have a lifespan, and that is immutable.

ATT: The Angel of Death

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