Tamara se asomó a la ventana y todo le pareció frío y desolado. Era una noche diferente y un presentimiento oprimía su pecho.

Se preparaba para dormir cuando escuchó un ruido en la cocina. Estaba sola, así que se asustó y bajó las escaleras con mucho cuidado. Recorrió el pasillo tratando de no hacer ruido, pero sus huesos rechinaban por si solos.

Tomó de la encimera un enorme cuchillo y lo sostuvo de una forma precisa, provenía de una familia de carniceros, nadie más que ella sabía usar un cuchillo.

Justo cuando quiso dar un paso más, un tarro de cristal que estaba dentro de la nevera cayó al suelo. Se agachó para que el gabinete de los platos escondiera su cuerpo frágil por los años que llevaba encima.

Su corazón latía fuertemente y podía sentir la sangre corriendo por sus venas. Un sudor frío empapó sus manos mientras que la pobre mujer, temblando como una hoja de papel, intentaba ahogar sus gritos.

Escuchaba como escarbaban entre los cristales rotos del suelo. Tamara supuso que el intruso que estaba en su casa venía por ella y como un resorte levantó su delgado cuerpo ocultándose trás la columna de la cocina.

Escuchó atenta los pasos del intruso. Esperó unos minutos, que para ella fueron eternos. En su mente repasaba las enseñanzas de su difunto padre para usar el cuchillo con precisión. Aprendió el oficio de la familia cuando tenía 10 años y esas cosas no se olvidan jamás.

Cuando se sintió segura, salió de su escondite y dio una puñalada certera en medio del pecho del sujeto.

Las pupilas de Tamara se dilataron con el foco de luz de la cocina. Sus ojos enrojecidos se cerraron y las lágrimas rodaron por sus mejillas, mientras ella soltaba un gemido de horror.

El cuerpo del apuñalado cayó sobre el granito de la cocina y Tamara sintió la tibia sangre del muerto tocándole los pies. Ella se quedó inmóvil por unos minutos y cuando se dio cuenta estaba parada en un charco rojo.

Hizo una mueca de hastío, tan propia de ella, suspiró y subió a su habitación dejando un camino de huellas de sangre por todo el corredor.

Como si nada hubiese pasado, se sentó en la mesedora frente a la ventana. El efecto de los antidepresivos que había tomado horas antes comenzaba a pasar, lo que le permitía a la mente, de la envejecida mujer, recordar como una película todo lo que había pasado.

Sintió de nuevo ese presentimiento oprimiendo su pecho. Trás un suspiro de cansancio, se vio iluminada por unas luces rojas y azules.

Todo pasaba en camara lenta para Tamara, quien recordaba que en el piso de su cocina estaba el cuerpo del hombre con el que había compartido 40 años de matrimonio. El mismo que había salido a comprar en el supermercado los pepinillos de frasco que su esposa tanto amaba.