El día empezó como cualquier otro. De hecho, el sol brillaba más y el aire fresco de la mañana me llenaba de energía mientras conducía hacia el trabajo. Nunca imaginé que mi rutina diaria se convertiría en una pesadilla que lo cambiaría todo.

Me llamo Diego, tengo 32 años y trabajo como ingeniero químico en una empresa de alimentación. Vivo en un pequeño apartamento en el centro de la ciudad, y cada mañana disfruto del trayecto hasta la planta, escucho música, respiro el aire a través de la ventanilla del coche y planifico mi día. Soy una persona meticulosa y organizada, siempre buscando formas de mejorar en mi trabajo y en mi vida personal.

Esa mañana el tráfico era más denso de lo habitual y los conductores parecían más impacientes. Mientras avanzaba lentamente por la autopista, me fijé en un camión que zigzagueaba peligrosamente entre los carriles. Algo dentro de mí me dijo que debía alejarme, pero no tuve tiempo de reaccionar.

El rugido fue ensordecedor. Sentí un impacto brutal y, de repente, todo se volvió un caos. Mi coche giró sin control y los gritos de los demás conductores resonaron a mis oídos. En ese instante el mundo se convirtió en un torbellino de metal retorcido y cristales rotos. Cuando por fin mi coche se detuvo, el silencio era abrumador.

Estaba en el suelo cerca de mi auto. Intenté moverme, pero un dolor agudo me atravesó el pecho. Miré a mi alrededor y vi a otros conductores saliendo de sus vehículos, algunos cojeando, otros ayudando a los heridos. La escena era dantesca: coches destrozados, humo y el olor acre de la gasolina derramada. El camión que había provocado el accidente estaba volcado en medio de la carretera, con la carga esparcida por todas partes. Y pude ver al conductor del camión, un hombre de mediana edad, con medio cuerpo aplastado por la cabina.

Con esfuerzo, conseguí levantarme. Cada paso era una tortura, pero deseaba ayudar a los demás. Me acerqué a un coche y vi a una mujer dentro. Sus ojos estaban llenos de terror y su respiración era rápida y superficial.

—Tranquila, te sacaré de aquí —le dije, tratando de mantener la calma.
Sin embargo, otra persona actúa más rápido que yo y logra sacar a la mujer.

Algunos ayudaban a los heridos y otros llamaban a los servicios de emergencia.

El tiempo parecía haberse detenido. Cada segundo parecía eterno mientras esperábamos la llegada de las ambulancias. Entonces, me acerqué a otro coche donde había un hombre atrapado. Tenía la pierna aplastada bajo el volante y el rostro pálido por el dolor.

—Aguanta, ya vienen a ayudarte —le dije, tratando de tomar sus manos.
El hombre me miró con ojos llenos de gratitud y desesperación. Sentí una conexión profunda con él, como si nuestras almas se entendieran en ese momento de sufrimiento compartido y aquel hombre murió frente a mis ojos.

Finalmente, oí las sirenas, los paramédicos llegaron y atendían a los heridos uno a uno. Me aparté para no estorbar, observando cómo trabajaban con rapidez y eficacia. Sentí una extraña sensación de paz al ver que todos recibían la ayuda que necesitaban.

De repente, uno de los paramédicos me miró y dijo en voz alta:

—¿Está usted bien? —preguntó con una expresión de preocupación.

—Sí, solo un poco aturdido —respondí, aunque el dolor en mi pecho seguía presente.

El paramédico pareció comprender y pasó a otro herido. Me quedé allí, mirando cómo se desarrollaba la escena. Y sentí una extraña desconexión, como si lo viera todo desde otra perspectiva. Fue entonces cuando lo vi. Mi propio cuerpo, tendido en el suelo junto a mi coche. La realidad me golpeó con una fuerza abrumadora. Había muerto en el accidente y todo lo que había vivido desde entonces provenía del más allá.

Me invadió una mezcla de tristeza y aceptación. Sabía que no podía cambiar lo que había ocurrido. Entonces vi cómo el paramédico cubría mi cuerpo con una sábana y sentí paz.

El mundo continuó y yo me desvanecí lentamente, dejando atrás mi vida. Mi última visión fueron los rostros agradecidos de los niños del hogar infantil a los que ayudaba con ropa, zapatos y comida. Y con eso, me entregué a la eternidad.

Pero justo cuando pensaba que todo había terminado, una fuerza me arrastró hacia un lugar desconocido. Era un espacio blanco, infinito, y frente a mí había una figura luminosa, no pude distinguir su rostro.

—Diego, esto no ha terminado —dijo la figura con voz serena y poderosa—. Tienes una misión que cumplir.

Antes de que pudiera preguntar qué significaba aquello, la luz se intensificó y fui arrastrado de nuevo al lugar del accidente. Pero esta vez no era un espectador. Estaba vivo, con un intenso dolor por todo el cuerpo que me hacía gemir de sufrimiento, mientras el paramédico me miraba asombrado.

—¡Está vivo! —gritó.

Algunas personas, cuando escuchan o leen mi historia, me ven como un afortunado y, al igual que yo, se preguntan qué es esta misión que me devolvió a la vida, otros simplemente dejan comentarios negativos y me llaman loco.

A pesar de que me resultaba difícil comprender lo ocurrido, sé que tengo una segunda oportunidad. Y acepté mi destino con gratitud y determinación.