Tengo pocos años tocando guitarra, empecé cuando era muy joven. Tenía unos trece años cuando marque mis primeros acordes: Em - Am – Dm. Tres acordes menores, los tres acordes despechados con los que mi papá musicalizaba las fiestas familiares y los cumpleaños, entonando rancheras delirantes con su voz y su guitarra desafinadas. Nueve años después me dedicaría a aprender a tocar realmente, inspirada por el amor que llego a mi vida.

La música es como el amor, te llega cuando te tiene que llegar. Cuando tenía trece años, la música y yo jugábamos a las escondidas y tarde nueve años en encontrarla, la música no conoce el tiempo. La primera canción que toqué completa era una de Víctor Heredia, tenía un Am y también un Em, fue la música quien me encontró a mí, no yo a ella.

He transitado la música de las calles, la que nace de los dolores del pueblo. La música tiene cara de gente pobre y olvidada, mi propia cara, la de mi gente. La música teje redes, he conocido tantas personas cuando sostengo mi guitarra, que ya perdí la cuenta de las sonrisas y de las lágrimas, de los abrazos y las tendidas de mano, de los adioses y los reencuentros.

La música también tiene memoria, no he podido olvidar los lugares donde he tocado, ni las personas con las que he compartido. Lo que menos se olvida son las emociones, no olvido la primera tocada, en la biblioteca pública de Queniquea, el pueblito faldoso, frio y feo, donde me vestí de artista por primera vez, mi disfraz favorito.

Y entre tocada y tocada ya pasaron siete años. No soy una música sofisticada, ni tengo el oído prodigioso que desearía tener. Pero la música es como el amor, llega cuando tiene que llegar; y a veces se queda. Desde las rancheras tristes y la voz desafinada de mi padre han pasado unas seis vidas, pero la música no ha dejado de acompañarme. La música no conoce limites.